Según la síntesis neodarwinista, la mayoría de las especies se limitan a adaptarse y responder al entorno con las herramientas proporcionadas por su genoma. Hoy se reconoce el papel crucial de la deriva genética, la transferencia horizontal de genes y la evolución cultural, y el campo del ADN arcaico ha revelado una historia mucho más compleja que la simple adaptación.
El ser humano es un primate que transforma radicalmente su entorno utilizando información que por lo general no está codificada en su ADN. Esta criatura puede sobrevivir en el Ártico sin pelaje denso y navegar océanos sin aletas, y en los últimos tres mil años ha resuelto problemas en clases de complejidad cada vez más elevadas sin cambios en su estructura corporal.
Investigadores como Joseph Henrich1 han formalizado el campo de la evolución cultural más allá de la antropología. La transmisión de la cultura y el aprendizaje social son mecanismos poderosos pero tan sutiles que permanecieron invisibles incluso para quienes más los utilizaban.
Catalizadores de la evolución cultural
El ser humano, al igual que otras especies con sistema nervioso central, posee una cantidad restringida de poder computacional determinada por su metabolismo, el volumen de su cerebro en relación con su masa corporal, y otros factores biológicos. Desde el surgimiento de nuestra especie, ya contábamos con un potencial cognitivo extraordinario, pero a un precio calórico abrumador. Así nace la encrucijada existencial de administrar ese valioso recurso (la capacidad de computar) con precisión. ¿Invertirlo para resolver un problema por cuenta propia? ¿Aprovecharlo para aprender de otros?
En los albores de la humanidad, cuando los diferentes grupos carecían de una cultura acumulada por muchas generaciones, la información colectiva resultaba insuficiente. Así, era más eficiente usar x cantidad de computación durante y periodo de tiempo, pagar el tributo energético para resolver problemas de forma individual.
Durante el periodo dominado por los australopitecinos, entre hace 3 y 2 millones de años, varios factores convergieron para modelar lo que más tarde sería el género Homo.
1. El ritmo acelerado de cambios ambientales. Cierta tasa de cambios en el entorno propicia la evolución cultural: lo suficientemente gradual para que la información de tus padres y las generaciones anteriores próximas a ellos mantenga su utilidad; lo suficientemente brusca o intensa para que no sea más eficiente su codificación directa en el ADN.
2. Nuestros ancestros fueron primates terrestres, no arbóreos. En particular, y esto es muy significativo, fueron primates adaptados a la sabana. Es decir, como otros mamíferos expuestos a numerosos depredadores en espacios abiertos (como se sabe existían en la sabana africana en aquella era) formaron comunidades que contenían un número muy alto de individuos.
3. Cuando un grupo numeroso se despliega, aun con una cultura incipiente, las probabilidades se multiplican: entre tantos individuos siempre habrá alguno descubriendo algo útil. Esta multiplicidad de mentes fue la clave que permitió a nuestros ancestros cruzar umbrales vedados a otras estirpes. Eran criaturas sociales con cerebros desarrollados y manos útiles, que se movían en grupos de, suponemos, varios cientos por las llanuras abiertas. Y entonces, como un cómplice, el clima mismo comenzó a transformarse, esculpiendo el escenario perfecto.
La yuca amarga
Entre los ejemplos evolución cultural que documenta Henrich está el de la yuca amarga. Esta planta, históricamente fuente de sustento para numerosas poblaciones en América del Sur y África, esconde un secreto letal: contiene cianuro de hidrógeno en cantidades suficientes para envenenar gradualmente a quien la consuma sin el procesamiento adecuado.
Imaginemos esta escena: una persona consume yuca amarga sin tratamiento, su sabor desagradable provoca un rechazo inmediato y deja de comerla; la enjuaga superficialmente, mejora la palatabilidad del tubérculo permitiendo su ingesta; el veneno se acumula silenciosamente en el organismo sin manifestar efectos inmediatos. Solo mediante un complejo ritual de preparación (desarrollado a lo largo de muchas generaciones por pueblos sudamericanos) se neutraliza por completo su toxicidad.
¿Cómo surgió este conocimiento vital? El proceso comienza con una tendencia innata: incluso los niños pequeños prefieren aprender de individuos más saludables. Así, aquellas familias que procesaban más rigurosamente la yuca gozaban de mejor salud, tenían más descendencia y generaban admiración. "Esa familia está muy sana", pensarían otros miembros del grupo, copiando sus prácticas y hábitos culinarios.
La evidencia más contundente de este fenómeno surgió cuando la yuca amarga llegó a África, llevada por comerciantes portugueses en el siglo XVI. Diferentes poblaciones africanas comenzaron a consumirla con procesamientos inadecuados, desarrollando bocio y otras manifestaciones del envenenamiento por cianuro. Con el tiempo, emergió una lenta evolución selectiva: los grupos y familias que adoptaron métodos más rigurosos prosperaron, mientras otros languidecían bajo el peso de la toxicidad acumulada.
El delicado balance entre innovación, imitación y selección no opera solo en casos tan dramáticos. También se manifiesta en prácticas al parecer triviales, como el uso de especies regionales con propiedades antimicrobianas específicas. En un mundo sin refrigeradores, donde la carne se descomponía rápidamente y la diarrea era la principal causa de muerte infantil, reducir la carga de patógenos mediante estos conocimientos culturales marcaba una diferencia sustancial entre la vida y la muerte.
Sin comprender en absoluto la química subyacente, nuestros antepasados desarrollaron procedimientos complejos y vitales a través de un proceso cultural acumulativo. Y pronto olvidaron la conexión causal entre cumplir con un rito de limpieza y conservar la salud. Este conocimiento no surgió de la genialidad individual, sino de la sabiduría colectiva refinada generación tras generación sobre el yunque de la supervivencia.
Los arcos de los hadza
El pueblo hadza, grupo protegido de cazadores-recolectores de Tanzania, se separó de su grupo humano genéticamente más cercano hace 15 mil años. Los hadzas perfeccionaron durante milenios la fabricación de arcos extraordinariamente precisos, vitales para su supervivencia mediante la caza. El arco hadza es un ejemplo de ingeniería adaptativa. La selección específica de maderas, la curvatura exacta, el tensado particular de la cuerda, el tratamiento del material... Cada detalle responde a las exigencias del entorno y maximiza su eficacia.
Sin embargo, cuando investigadores como Jacob Harris y Rob Boyd interrogaron a los fabricantes hadzas sobre los principios físicos que hacen funcionar sus arcos, sucedió algo sorprendente. Los más experimentados podían describir con precisión cómo fabricar un arco, las técnicas precisas heredadas de generación en generación. Comprendían aspectos básicos de su funcionamiento mecánico tras décadas de uso. Pero cuando se les preguntaba sobre posibles alternativas, como ¿qué pasaría si usaran otra madera? o ¿por qué esta curvatura específica?, sus respuestas revelaron los límites de un conocimiento causal. No entendían, por ejemplo, la crucial importancia de la compresión de la madera para el rendimiento del arco. Su respuesta más común era simplemente: "Esta es nuestra costumbre" o "Así es como lo hacemos aquí".
Esta respuesta resume una profunda sabiduría evolutiva: para sobrevivir en el entorno ancestral, a menudo había que abdicar de la razón individual y confiar en la sabiduría colectiva acumulada.
Así se ilustra la paradoja cognitiva de nuestra evolución. Si cada generación hubiera cuestionado y experimentado con todas las técnicas o rituales heredados, muchos habrían pagado con sus vidas o su descendencia el precio de la innovación fallida. Un arco menos eficiente significa menos alimento; un procesamiento incorrecto de alimentos potencialmente tóxicos deriva en enfermedad o muerte. La mismísima especie que luego desarrollaría el pensamiento científico, primero tuvo que aprender a suprimir en gran parte su curiosidad individual y su razonamiento, y confiar en la transmisión cultural de prácticas cuya lógica subyacente no comprendía.
La confianza en la tradición no representa un obstáculo a la innovación, sino su fundamento. Las costumbres constituyen el repositorio de un sinnúmero de fracasos, fallos, reintentos y logros realizados por nuestros antepasados. La innovación, además, frecuentemente surgía no de la experimentación deliberada sino del error: una equivocación ocasional en la reproducción de una técnica que, por azar, mejoraba el resultado. Sin darnos cuenta, este renunciamiento de la razón fue el precio necesario para nuestra supervivencia y el primer paso hacia la acumulación cultural que nos define como especie.
Este delicado equilibrio entre conformidad e innovación sentó las bases para el desarrollo de culturas cada vez más complejas. Como demuestra Henrich, nuestra verdadera ventaja evolutiva no fue simplemente un cerebro más grande, sino nuestra capacidad única para acumular conocimientos colectivos a lo largo de generaciones, permitiéndonos resolver problemas que ningún individuo aislado podría enfrentar. Comenzamos a redefinir nuestra comprensión de la inteligencia humana como un fenómeno fundamentalmente colectivo y cultural, más que meramente cognitivo o individual.
Joseph Henrich es profesor de biología evolutiva humana en la Universidad de Harvard, antropólogo y autor de dos libros que ilustran un nuevo paradigma en el campo:
Henrich, Joseph. The Secret of Our Success: How Culture Is Driving Human Evolution, Domesticating Our Species, and Making Us Smarter. Princeton, NJ: Princeton University Press, 2017. (El secreto de nuestro éxito: Cómo la cultura impulsa la evolución humana, domestica nuestra especie y nos hace más inteligentes)
Henrich, Joseph. Las personas más raras del mundo. Madrid: Capitán Swing, 2022.